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Jueves 25 de Abril de 2024

29/03/2020

Coronavirus

CORONAVIRUS

La pandemia impone un nuevo sentido común para el presente y otro para el futuro

El coronavirus generó decisiones gubernamentales y sociales que, como una lluvia de sal, tienden a paralizarnos
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Como en el resto del mundo, la pandemia paralizó la actividad productiva, comercial y social (Reuters)

El gobierno chino reabrió los mercados húmedos después de haberlos cerrado cuando se localizó el SARS, y ahora con esta suerte de SARS dos. De ahí la respuesta de otros países de disponer cuarentenas en las casas.

Las fronteras se cierran, los cruceros no desembarcan. Ciudades turísticas que claman para que los viajeros no vayan. Los empleados de grandes superficies hacen piquetes para que los cierren. Son respuestas al miedo al contacto y decisiones públicas enérgicas que introducen sabiamente un nuevo “sentido común”.

Decisiones de la política sobre el transporte, la vida cotidiana, que contradicen lo que hasta ayer era “el sentido común” y que hoy es la protección de cada libertad. Todos lo entienden.

El sentido común imperante, el que hay que cambiar, es la manera en que la mayoría de la sociedad -y sobre todo aquellos que conducen las organizaciones, el Estado en todas sus dimensiones, las empresas y sus organizaciones gremiales, las cúpulas de los sindicatos, los medios de comunicación- entiende que “las cosas funcionan o deben funcionar”. No es valorativo, es estadístico: responde a una pauta histórico cultural.

Las restricciones y los controles impuestos por el Gobierno van contra ese “sentido común” que -aunque fuera acertado para las situaciones más habituales- no “tiene sentido” de ninguna manera para las situaciones excepcionales como la que vivimos. Lo que nos ocurre es que estamos en un “estado de excepción”. Fuera de la regla que desearíamos que rigiera.

Sorprende contrastar imágenes que describen los vuelos que surcan el espacio en marzo y las que se dibujaban en diciembre. Sorprende la contabilización de ciudades que, de tanto cierre, han bajado las cotas de polución. Sorprende que todo o casi todo se cierra y como un castillo de naipes aquella estructura va cayendo una tras otra: efecto dominó.

Ítalo Calvino, en su informe de los viajes imaginarios de Marco Polo, dice “es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma”. (Ciudades Invisibles). Ese “momento desesperado” es aquél en que, sea por las circunstancias o sea por una mayor profundidad analítica, descubrimos que el “sentido común” dominante resulta inútil, perjudicial, un “sin sentido” para vivirlo en común. Es lo que estamos viviendo y lo que vamos a vivir.

En la primera etapa como combate contra el “enemigo silencioso” de la enfermedad y en la que sigue contra la sombra obscurecedora de las fuerzas de la economía que se apagan. Así como después de la vacuna, la inmunidad, o el inventario demográfico de la etapa cerrada, habremos de volver a tener como sostén vital la mirada de los otros hoy clausurada por el temor al contagio; después del parate deberá ocurrir sí o sí un nuevo “sentido común” para reconstruir el trabajo de los hombres y las condiciones de la vida.

Después de la crisis deberemos encontrar el nuevo sentido común del desarrollo. La crepitación ecológica, la temperatura, los incendios fueron el aviso acerca de un modo de desarrollarnos que tenía para muchos rendimiento negativo. “Laudato Sí” fue un documento profético de atención.

La fragilidad del mundo quedó a prueba

Ahora la fragilidad del mundo ante una pandemia y la consciencia de la debilidad de los más poderosos frente a ella es como si aquellas profecías se hubieran cumplido. Los países más desarrollados (Europa, Estados Unidos y los de mayor velocidad de crecimiento, China por excelencia) suman la mayor cantidad de muertos y enfermos; y los números de vidas humanas en riesgo bajan dramáticamente en los países más pobres.

La explicación es que la guerra del virus ocurre en los caminos del mundo globalizado. La velocidad de transmisión es proporcional a la intensidad de conexión o de participación en la globalización. Pero lo trascendente es que ese hecho, que produjo desconexiones selectivas, ha introducido el cuestionamiento profundo del sentido común dominante en la economía de la globalización.

Todo cambia. La economía ha de sufrir una restricción de consumo: el primer sector golpeado será el de servicios, la vedette del Siglo XXI, que está indisolublemente unido al “movimiento de las personas” y es el territorio de la civilización de las multitudes y el espectáculo.

En el primer bimestre de 2020 la caída de la actividad en los restaurantes en China fue de más del 40%. Esos ingresos se habrán de reducir y un efecto espiral tenderá a detener la demanda interna en cada país. En un mundo híper globalizado, la consecuencia será el freno de la demanda externa. Sin embargo en China sus importaciones cayeron solo 4% y las de carne siguieron un ritmo más que acelerado. Pero en occidente se espera un freno tan pesado como inesperado sobre las exportaciones.

Algunas naciones tienen el privilegio de producir lo insustituible. Gran parte de la Argentina está en esa categoría. Otras naciones tienen la debilidad de la necesidad de lo que no hacen para poder seguir haciendo. La perforación de nuestras cadenas de valor nos hace, en ese sentido, muy dependientes. Un fabricante local de respiradores, tan necesarios, aparentemente está pasando un problema de abastecimiento para poder proveer todo lo necesario.

Por un lado, geográficamente estamos del otro lado del mundo, por el otro, tenemos el beneficio de producir vituallas imprescindibles.

Las últimas noticias informan que los chinos volvieron a demandar carnes. China, el tercer mercado más grande de Apple, después de haber cerrado reabrió los 42 locales. La demanda china, después del pico del virus, se mueve.

Pero por el otro lado, la Argentina, con una industria armadora, cualquier descenso de la oferta de insumos nos dejará de brazos cruzados.

Todo eso sin contar que, a contrapelo de la historia, mientras nuestros vecinos y hasta los rusos devalúan, por ahora nosotros seguimos apostando al ancla cambiaria como consecuencia de no tener ninguna estrategia sólida contra la inflación. ¿Cuál es el sentido común?

Si hay un claro estado de excepción social que demanda intervenciones radicales, ¿cómo es que no reaccionamos con un estado de excepción en la economía que nos lleva a “más control” y no menos? Todo indica que el Gobierno está en esa dirección. Es urgente que las indicaciones se transformen en decisiones.

La consecuencia de todos estos conjuros será la acumulación de stocks y la caída de la rentabilidad de las empresas y el consecuente posterior descenso del nivel de producción y la puerta a la suspensión y al desempleo.

Le sigue la caída de los ingresos que refleja la disminución de las horas de trabajo, el empleo. Una segunda vuelta sobre el nivel de consumo al interior de la Nación.

El viejo John Maynard Keynes nos enseñó, y los economistas de estos años lo han ignorado con insólito orgullo y patética soberbia, que el que ahorra (finanzas) no es el que invierte (producción) y que no hay abundancia monetaria que haga disipar el miedo, o la incertidumbre, ante el futuro que siempre es incierto salvo que alguien – que rara vez es privado – se proponga construirlo.

El desarrollo es el proceso, siempre desencadenado por el Estado, en el que se construye el futuro. Aquí lo hemos olvidado al desarrollo, al papel del Estado y al futuro. Estamos ante una gran oportunidad de reinstalar el “sentido común” que nos hizo crecer hasta 1975.

Los colegas más ruidosos diagnostican que el “parate”, derivado del coronavirus es la lápida final sobre un país que sufre catalepsia. Sólo hay que esperar. Es cierto, los signos vitales de nuestra economía, ritmo cardíaco, respiración y voluntad, están en el mínimo. Y además con el corazón en la boca ante el ceñudo gesto de los acreedores externos.

Todo eso, sumado al despilfarro de expectativas y al desencanto de aquellos que votaron por la reanimación, sólo se revierte con un shock que la despierte del estado cataléptico. Vamos por eso.

El capitalismo, recordarlo, tiene un sistema de distribución que se basa en el salario. Privado o público. La “masa salarial” crece con el empleo y con el poder real de compra de los salarios. Cuando ese sistema falla, por desempleo, ningún otro sistema de distribución lo puede reemplazar de manera eficiente. Cualquier otro sistema es muchísimo más caro que el empleo. El empleo genera impuestos y el sistema alternativo los utiliza. Los obsesos del déficit fiscal deberían pensarlo.

Por otro lado Joseph Schumpeter definió al capitalismo como un sistema de propiedad privada de los bienes de producción en el que la innovación se financia con crédito. Sin crédito no hay innovación y la materia prima del capitalismo es esa. Hace décadas que el crédito ha desaparecido. Y han desaparecido hasta las leyes y las instituciones que lo proveían y administraban. Obra del “sentido común” dominante de los Chicago boy´s. La inversión, bloqueada por la ausencia de proyecto, ha desaparecido.

Ese es el tamaño de la herida social y de la castración de la capacidad productiva y la consecuente debilidad fiscal. Lógicamente serían menos los empleados públicos, subsidios carísimos al desempleo, y menor el uso del sistema de distribución alternativa al salario.

Ha desaparecido la dinámica del empleo formal privado como principal mecanismo de distribución de nuestro capitalismo primario. ¿Capitalismo sin crédito? El empleo público, el desempleo abierto, el cuentapropismo y los planes, suman a la mayor parte de la fuente de ingresos de la población económicamente activa. ¿Capitalismo sin asalariados?

Más allá de nuestra propia fragilidad e inmadurez capitalista, el coronavirus revela el agotamiento y el riesgo sistémico del modelo vigente de la globalización. ¿Podríamos repensar nuestro destino en el marco de este agotamiento para algunos, no para todos, inesperado? Este es el escenario. Peor imposible. Nos encuentra catalépticos.

Es una oportunidad para desmitificar el patético “sentido común” de los últimos 45 años y producir un shock que reconstruya el sentido común del desarrollo. La oferta a los acreedores privados no se debe demorar. Ella misma, en cierto sentido, es un programa. Estamos arriesgando el efecto “buitre”.

Para dar sentido a la propuesta debemos proponer la estrategia de duplicar -a dólar constantes- nuestras exportaciones en 2025 y que, para ese entonces, sea más que posible imaginar un PBI por habitante que sea el doble del que es hoy.

Para eso hay que multiplicar las inversiones reproductivas prioritariamente vinculadas a las exportaciones y a la sustitución de importaciones (p.ej. reconstruir industrias como la ferroviaria y la naval) y generar oportunidades para desarrollar el interior. Hay un océano de USD 300.000 millones dónde pescar. Poner carnada porque el capital lo único que lo atrae es la zanahoria.

No es utopía. Es lo mínimo de un programa decente. Si no nos lo proponemos, lo que nos espera es la profundización de lo peor. Hay que terminar con la perversidad del “sentido común” dominante que prescribe la “adaptación” como método y dar señales de madurez del Estado: por ejemplo, acuerdo nacional para congelar por 10 años todo el empleo público nacional, provincial, municipal.

Enorme oportunidad: el virus que desnuda a la globalización nos puede ayudar a poner en evidencia que aquí el pescado se pudre por la cabeza. Es lo que nos pasó. Tengo la esperanza y la expectativa que, por las acciones y las palabras de los economistas del gobierno, esto no nos pasará otra vez.

El autor fue subsecretario de Economía del ministro José Ber Gelbard y uno de los que redactó ese plan, además de escritor, autor del libro “Economía y política en el tercer gobierno de Perón”, y profesor en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.

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